Theodore Dalrymple (Sentimentalismo tóxico) Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad

¿Qué es el sentimentalismo?

El sentimentalismo es una de esas cualidades que son más fáciles de identificar que de definir. Obviamente todos los diccionarios emplean las mismas características definitorias: un exceso de emociones falsas, sensibleras y sobrevaloradas si se las compara con la razón. Los grandes diccionarios, por ejemplo, el Oxford English Dictionary, son etimológicamente, aunque no psicológicamente, más exhaustivos que los pequeños. El OED señala que originalmente la palabra sentimental tenía connotaciones positivas: al hombre considerado sentimental desde mediados hasta finales del siglo XVIII, hoy en día se le hubiera llamado sensible y compasivo, lo contrario de un hombre bruto e insensible. El cambio de la connotación se inicia a comienzos del siglo siguiente, con los escritos de un poeta romántico y revolucionario, posteriormente convertido en conservador, llamado Robert Southey, en los que se pronunciaba despectivamente sobre Rousseau, y se completa a comienzos del siglo XX.

La definición anterior omite una característica importante de la clase de sentimentalismo sobre la que quiero llamar la atención, a saber, su carácter público. Ya no basta con derramar una furtiva lágrima en privado por la muerte de la pequeña Nell; ahora es necesario hacerlo (eso o su equivalente moderno) a la vista del público.

Sospecho, aunque no puedo demostrarlo, que en parte es consecuencia de vivir en un mundo, incluyendo el mundo mental, completamente saturado por productos de los medios de comunicación de masas. En un mundo así, todo lo que se hace o sucede en privado, en realidad no sucede, al menos en el sentido más completo. No es real en el sentido en que lo son los reality de la televisión. 

La expresión pública de los sentimientos tiene importantes consecuencias. En primer lugar exige una respuesta por parte de los que lo están presenciando. Esta respuesta debe ser de simpatía y apoyo, a menos que el testigo esté dispuesto a correr el riesgo de una confrontación con la persona sentimental y ser techado de insensible o incluso cruel. Por eso hay algo coercitivo o intimidatorio en la expresión pública del sentimentalismo. Debes unirte a él, al menos, abstenerte de criticarlo.

Se ha creado una presión inflacionaria sobre este tipo de exhibiciones. No tiene mucho sentido hacer algo en público si nadie lo nota. Eso implica que se requieren unas demostraciones de sentimientos cada vez más extravagantes y se pretende competir con los demás y no pasar desapercibido. Las ofrendas florales son cada vez más grandes, la profundidad de los sentimientos se mide por el tamaño del ramo. Lo que cuenta es la vehemencia y la sonoridad de la demostración.

En segundo lugar, las demostraciones públicas de sentimentalismo no sólo coaccionan a los observadores casuales arrastrándolos a un fétido pantano emocional, sino que, cuando son suficientemente fuertes o generalizadas, empiezan a a afectar a las políticas públicas. Como veremos, el sentimentalismo permite a los gobiernos hacer concesiones al público en vez de afrontar los problemas de una manera racional aunque impopular o controvertida.

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«Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar
del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello»


El sentimentalismo no es dañino mientras permanezca en la esfera de lo personal. Seguramente nadie es completamente inmune a la manipulación de sus emociones por una historia edulcorada, un cuadro o una pieza musical.

Pero como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, es tan perjudicial como frecuente. Hay un gran componente sentimental en la idea moderna del multiculturalismo, según el cual todos los aspectos de todas las culturas son mutuamente compatibles y pueden coexistir con la misma facilidad que los restaurantes de diferentes cocinas en el centro de una ciudad cosmopolita, simplemente porque la humanidad está impulsada por, o es susceptible a, expresiones de buena voluntad siempre y en todas partes. El hecho de que muchas sociedades multiculturales se ven desgarradas por la hostilidad, incluso después de cientos años de convivencia, o que no sea fácil reconciliar las ideas occidentales de la libertad con la condena a muerte por apostasía por la que abogan las cuatro escuelas suníes de interpretación de la ley islámica, así como con otros muchos preceptos de la ley islámica, eluden el pensamiento de los partidarios del multiculturalismo como una anguila se desliza entre los dedos de alguien que trata de atraparla con las manos. Si, por ejemplo, preguntamos a un defensor del multiculturalismo qué han aportado los somalíes, en tanto que somalíes, a la cultura de un país como Gran Bretaña, seguramente se quedará callado. Es poco probable que diga que valora sus tradiciones políticas (las que les obligan a salir huyendo de Somalia); no conocerá nada de su literatura, ni siquiera si existe literatura, tampoco sabrá nada de su arte ni de su arquitectura; probablemente le sonará que la aportación de Somalia a la ciencia moderna es prácticamente inexistente; tampoco habrá estudiado sus costumbre, muchas de las cuales encontraría repugnantes si se tomara la molestia de investigar algo sobre ellas y ni siquiera podrá nombrar un solo plato típico de la cocina somalí, un grado insólito de ignorancia e indiferencia incluso para un defensor del multiculturalismo. (El camino hacia el corazón de un partidario del multiculturalismo definitivamente pasa por su estómago).

Y, sin embargo, seguirá afirmando, con la certeza casi religiosa de quien acepta la teoría de la influencia del dióxido de carbono en el calentamiento global, que la presencia de enclaves de somalíes, el mantenimiento de su cultura dentro de esos enclaves, indiscutiblemente y por definición, supone un enriquecimiento para la cultura británica, o para cualquier sociedad occidental, como si se viviera mejor dentro de un gran museo antropológico.

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